EL GIGANTE DE LAS MONTAÑAS
Había una vez un Gigante que vivía en una de las cuevas de una
montaña. Sus pies eran enormes y cuando caminaba su cabeza
sobresalía por encima de las casas donde vivían los niños y sus familias.
Antes de que el sol se ocultara, tras haberse dormido una buena siesta,
en el gigante se había despertado un apetito atroz. Las tripas le sonaban
con ruidos que parecían enfurecidas tormentas y si no encontraba algo
que comer en breve, su cólera podía desatarse y destrozar los árboles
con sus propios puños. Su desesperación no era solo por el hambre que
arrastraba. La dieta de sus iguales había sido desde tiempos antiguos,
comerse a los despistados niños que se adentraban en lo más frondoso
del bosque cercano a las montañas. Pero él no era como los demás.
Ahora que era el último de su especie que quedaba, ―pues todos los
gigantes habían desaparecido―, se sentía muy solo y eso hizo que no
llegara a comerse a ningún niño e intentara hacerse amigo de ellos.
Pero para que eso pasara, tenía que aprender a comer “otras cosas”.
Comerse a los animales que pastaban en los verdes campos, no era una
buena opción. ¡Eran tan graciosos! Se pasaba el tiempo mirando sus
movimientos y actividades. Probó a distraer su hambre con las hojas de
los árboles, pero eran tan amargas que le producían dolor de estómago.
Hasta que un día que su apetito y malhumor llegaban al límite,
descubrió a una pequeña cría de oso panda y la siguió ¿Qué creéis? ¿Qué
pensaba comérsela? ¡Nooo! Se preguntaba qué comerían esas bonitas y
gordezuelas criaturas para estar tan saludables ¡Que decepción se llevó!
La siguió por el antiguo camino del bosque y pudo ver que allí a pocos
pasos la esperaba su madre. Las dos se encaminaron deprisa por una
vereda que ya conocían, que se abría a un verdadero paraíso para ellas
“las cañas de bambú”. Empezaron a morder las cañas con verdadero
placer como si fueran manjares exquisitos, con tanta glotonería, que el
Gigante agarró una caña de una planta que se hallaba más alejada ―para
no asustarlas― y la probó haciendo muecas de desagrado «¡Qué horror!»
―Se dijo―. «No he probado nada peor en mi vida».
Al rato vio a unos roedores que jugaban al escondite entrando y
saliendo de unos agujeros que ellos mismos habían escarbado en el
suelo. Sin duda con tanto ejercicio les debía de dar hambre. El Gigante
sintió un mareo mientras observaba a aquellas minúsculas criaturas
moviéndose con tanta rapidez y destreza. Esperó armándose de
paciencia, y hasta que el sol no desapareció detrás de las colinas no
abandonaron sus juegos. El gigante ―al que los niños que encontró más
tarde pusieron de nombre Goliat―, les siguió para ver que comían. Al poco
los vio entrar en un campo de cebada y trepar por las hojas y el tallo
emprendiendo un ataque a los granos. En poco tiempo se saciaron. El
Gigante tomó una manotada de aquellas espigas y se las llevó a la boca.
Al momento comenzó a toser, «cof, cof, cof». Estaba claro que aquello
tampoco era comida para él.
De pronto… algo llamó su atención. Subidos a la copa de los árboles,
los monos celebraban con gritos de contento el festín de fruta diversa
que encontraban entre sus hojas. Y como tenían de sobra, comenzaron a
arrojar a la cabeza de Goliat higos y toda la fruta mordisqueada. Así que
solo tenía que mantener su gran boca abierta y saborear todo lo que le
llegaba. «¡Estaba riquísima! ¡Por fin había encontrado algo que le
gustaba!»
Llevaba ya demasiado tiempo comiendo solo fruta. La barriga le dolía y
se sentía tan débil que era imposible seguir así. Miró con tristeza a los
monos y a las demás criaturas que había conocido que le habían caído
bien y con los que a menudo jugaba. Pero él no se sentía bien. No le
quedaban fuerzas y arrastraba los pies. Los niños ya no le temían y
habían reanudado sus juegos por el bosque confiados saludándole:
― ¡Hola Goliat! ―le dijo Sergio mientras de un salto se subía a una
piedra alta.
― ¡Hola niños! ¿No vais hoy al colegio?
― ¡Nooo! ¡Estamos de fiesta! ―le aclaró Andrea.
― ¡Ah! ―dijo sin entender nada― ¿Que es “fiesta”?
―Pues… ¡Fiesta! ¡Que no hay clase! Es Navidad y nos visitará Papá Noel
y seguro que nos deja algo. Después llegará el Año Nuevo y nos
comeremos las uvas al toque de campanas. A los pocos días llegaran los
Reyes siguiendo a la Estrella de Belén y nos dejaran algunos de los
juguetes que les hemos pedido. Y no pongas esa cara, que pareces
tontorrón. ―Añadió Itziar.
―Yo nunca he ido al colegio… ―dijo con voz apenada Goliat.
― ¡Pues claro que no! Aún no se ha inventado un colegio para ti ¡Eres
tan grandote!…
―Y entonces, ¿Dónde vais?
―Jeje. Vamos al río… a pescar.
―Eso debe de ser divertido, lo digo por lo contentos que se os ve. ¿Qué
hacéis le dais golpes al agua con ese palo y así pescáis?
―Ejem… —carraspeo aguantando la risa Andrea― ¿Cómo te lo explicaría
yo? ¡Mejor es que lo veas!
―Nos divertimos mucho. ―añadió Itziar― Pero eso no es todo. También
nos metemos en el agua y nadamos,
―Pues yo me metí una vez en el río... ―dijo Goliat sintiéndose
desfallecido y sin fuerzas por falta de comida adecuada― y no me llegaba
a los tobillos.
― ¿Has probado en la presa que hay río arriba? ―le preguntó Sergio.
―Me metí una vez y por poco me ahogo. Hay en el interior unas extrañas
criaturas que no dejaban de rozarse conmigo y me hacían cosquillas.
¡Además no sé nadar!
―Jajaja ―rieron los niños divertidos― Esas extrañas criaturas, como tú
las llamas son peces. ¡Y bien ricos que están! Nosotros los pescamos, los
llevamos a casa y ya tenemos la cena resuelta.
―Pero… ¿esas cosas resbalosas se comen?
― ¡Pues claro! ¿Dónde estabas metido para no saber nada de nada? ―Le
dijo Sergio que empezaba a creer que Goliat era tonto.
Goliat agachó la cabeza avergonzado. Prefería pasar por tonto a
contarles la verdad. Y la verdad era que lo enseñaron a que debía
alimentarse comiendo niños, pero él no lo quería hacer. «¡Y nunca lo
haría! ¡Aunque se muriera de hambre!»
El día lo pasaron de película enseñando a Goliat a nadar. Era tan patoso
que por poco deja la presa sin agua. Tragaba y tosía todo el rato mientras
estirado intentaba nadar, y los niños se reían. Cuando perdió el miedo,
agarraba los peces por decenas con sus manotas grandes. Sentía un
hambre tan atrasada que a pesar de que le dijeron los niños que era
mejor cocinarlos, se los comía crudos, y estaba encantado con su sabor.
Con el pescado y la fruta, iba a poder mantener la promesa que se hizo a
sí mismo, y se sentía ¡muy feliz!
Goliat estaba encantado con su nueva vida. Por el día acompañaba a
los niños en sus excursiones y aprendía cosas. ¡Que no es que fuera
tonto! Es que nadie se las había explicado.
Por las noches miraba el cielo y se extasiaba con la belleza de las
estrellas. Y cuando era invierno, encendía una fogata a la entrada de la
cueva donde calentarse y asar el pescado, y seguía admirando las
estrellas ¡Había encontrado por fin el alimento adecuado y la paz consigo
mismo! Una noche cruda de invierno, vio una estrella que brillaba más
que todas las otras y se encaminaba de oriente a occidente. Y desde la
altura de la montaña observó los tres Reyes Magos de los que le hablaron
los niños, desplazándose por el camino. Seguían la estrella atravesando
pueblos, bosques y ríos; con su carga de juguetes. Pensó en sus amigos y
sonrió complacido.
Auri.
2 comentarios:
Ya nos vamos acercando a la navidad, una navidad diferente. Auri, para que podamos sentir que todavía está el espíritu, nos ha regalado un cuento. Aquí tenemos al gigante, grande, pero bueno, que a pesar que le han enseñado comerse a los niños. él se niega a hacerlo. Pasa hambre, pero es honesto y ama a los pequeños.
Pues yo este año, solo voy a pedir a los Reyes Magos, primero que se lleven el virus malvado, después, que poco a poco nos contagiemos, no del maldito virus, pero sí de la honradez del gigante.
Bonito cuento Auri
Gracias. A pesar de como están las cosas no podemos perder la esperanza. Este cuento puede servir para que se lo leamos a los niños de la familia y para que no se pierda el niño que hay dentro de nosotros. Desde aquí ¡Feliz Navidad a todos!
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