lunes, 5 de diciembre de 2011

LOS SEIS AVENTUREROS

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Les vi aparecer a lo lejos con andares cansados y tuve la impresión que venían derrotados. Llegaban rodeados de una luz incierta que parecía el reflejo de un fuego envuelto en vapor. El sol se retiraba hacia su lecho, era su hora de ir a dormir. Al día siguiente debía madrugar de nuevo para hacer el trabajo que tiene asignado, que es mucho más importante de lo que podamos imaginar. Entre otras muchas cosas, ha de alimentar las plantas para que crezcan, para madurar las frutas y que podamos deleitarnos con esas delicias. Ha de poner morenos a todos esos cuerpos que se ponen panza arriba, panza abajo para dorarse a veces como si fueran langostinos a punto de comer.
Se fue acercando aquel grupo al lugar donde yo permanecía. Si hablaban o discutían no hubiera podido saberlo hasta que estuvieron cerca. Entonces guardaron silencio y me miraron con una cara que parecía de esperanza.
-Hola, ¿qué hacéis vosotros solos por aquí, no os habréis perdido?
-¡Qué va!, qué nos vamos a perder nosotros, si somos grandes.
Esto lo decía precisamente el más pequeño de todos, un chico de unos cuatro o cinco años a lo sumo con cara de pillo: tenía el pelo rizado y bastante rubio.
El mayor de aquella tribu ya era un adolescente con aires de querer abrirse camino en el mundo, sin que los demás intervengan demasiado.
Cuatro niñas completaban aquel grupo de aventureros, que aunque intentaban negarlo estaban un poco asustados.
-Bueno, y además de ser grandes, ¿qué más podéis contarme?.
Se miraron sopesando qué debían decir y qué tenían que callar. Entonces habló la que parecía la mayor de las niñas: morena, pelo negro y una elevada estatura, delgada y muy guapa. En realidad, tanto las cuatro niñas como los dos chicos eran todos muy guapos.
-Verás, hemos salido a buscar gamusinos; aunque dijimos en casa que queríamos encontrar caracoles. Al principio no querían dejarnos, pero insistimos tanto en que no nos alejaríamos, que al fin nos dejaron.
-Pero nos dieron permiso, -dijo otra de las niñas.
-No nos hemos perdido, todavía estamos buscando gamusinos, no, caracoles, -expuso otra de las chicas.
-¿Por qué no me enseñáis los caracoles, si no habéis encontrado gamusinos?
-Lo que pasa es que cuando teníamos muchos nos sentamos a mirarlos: unos eran muy pequeñitos y nos daban pena; los más grandes tenían unas rayas y unos colores tan bonitos que también nos dieron lástima. Entonces hicimos una reunión de esas que hacen los mayores y dicen: ¡Venga, vamos a botar!, y eso hicimos nosotros, entonces los dejamos libres -expuso otra de las niñas que todavía no había hablado. El mayor movía la cabeza en un gesto de resignación, pero el grande de verdad, no el pequeñajo que parecía atento a la espera de la primera oportunidad de intervenir.
.¿Cuando habéis salido de casa?
-¡Hoy!! -dijo el grande, que en realidad era el pequeño.
-Salimos ayer, si fuera hoy no habríamos dormido en el bosque, -confirmó el grande muy serio.
-¿Habéis dormido en el campo solos de verdad?
Un silencio cayó sobre todos nosotros, no decían ni pío; se miraban de reojo, intentando ponerse de acuerdo sin que yo escuchara palabra alguna. Les miré uno por uno, pero ellos permanecían entonces con la mirada en el suelo, como si por algún agujero pudiera aparecer algún gamusino, cosa que les serviría como coartada del tiempo que llevaban fuera.
-¿Por qué no me decís vuestros nombres?
-Yo me llamo Álvaro.
-Yo me llamo Víctor y soy su hermano.
-Nosotras nos llamamos Irene y Ana.
Quedaba claro que también ellas eran hermanas, teniendo en cuenta su parecido físico. Pero era evidente que a Ana le había molestado que hablaran por ella, así que hizo una mueca de disgusto.
-¿Eres tú Ana, verdad?, pregunté para quitarle el enfado.
-Sí, yo soy Ana.
-¿Y vosotras cómo os llamáis.
-Yo Elena, - y antes de que pudiera hablar por la que parecía ser su hermana ésta dijo.
-Yo me llamo Queralt.
estas últimas tenían la piel muy blanca y el pelo entre rubio y castaño.
Yo también me presente, así que ya nos conocíamos todos.
Álvaro hizo uso de la palabra.
Antes hemos dicho que hemos dormido en el bosque, pero quiero aclarar, que dormir en realidad hemos dormido poco, y no lo diremos nunca más, pero lo diré ahora y una sola vez, ¡Hemos pasado mucho, muchíiiisimo miedo!!
Ya me estaba haciendo una idea de cuánto habían caminado aquel grupo de intrépidos.
-Cuando se hizo de noche, -continuó Álvaro, -es cuando nos dimos cuenta de todo lo que habíamos andado; algunos estaban asustados, o asustadas.
-¡Yo no tenía miedo!
-Ni yo tampoco.
Más o menos eso fue lo que dijeron todos.
-¡Vale!, nadie tenía miedo, pero acordaros que era de noche, teníamos hambre y queríamos volver a casa. Entonces nos sentamos juntos sin saber qué hacer.
Antes de que pudiera continuar el relato, Elena cogió la palabra. No parecía estar dispuesta a que el chico, sólo por ser el más grande contara toda la historia.
Él se resigno y la dejó seguir: después todos fueron interrumpiéndose para relatar la historia entre todos. A Elena le siguió Ana, después consiguió tomar la palabra Irene, luego Queralt, y el último fue Víctor, que si no le dejan estalla.
-Cuando ya creían que pasarían solos toda la noche, apareció un hombre que llevaba a cuestas un paquete grande. Se pusieron muy contentos pensando que estaban salvados.
Al principio, el hombre se hizo pasar por amigo de los niños: les contó historias con las que todos permanecían atentos. Parecía un hombre un tanto divertido y amable. Así pasó un buen rato, mientras que la barriga de los chicos iba haciendo un ruido que delataba las horas que llevaban sin comer. Un par de veces, Víctor intentó decir que tenía hambre, pero el hombre hizo caso omiso como si nada hubiese oído. Estaban a punto todos de rendirse al sueño, cuando a Víctor se le ocurrió una idea y dijo sin andarse con rodeos.
-¿No será usted un ladrón que viene al bosque  a esconder lo que ha robado como en los cuentos?
A todos se les fue el sueño de repente, y se abrieron tanto sus ojos, que ya no se podían abrir más. El hombre cambió su expresión de repente para mostrar una cara que debía ser en realidad como la tenía. Mientras que aquella otra de antes, no era más que una máscara. Los miraba desafiante.
-Vosotros no diréis ni una palabra, nunca me habéis visto.
Desde luego que no, -expuso Irene con un hilo de voz entrecortada. Todos trataban de disimular por todos los medios el temblor de sus manos que era lo más visible. La oscuridad algo les ayudaba en este fin. Álvaro miraba con disimulo, por si encontraba alguna cosa que pudiera servirles para detener al hombre que no era otra cosa que un vulgar ladrón; también podía ser un asesino y entonces estaban en sus manos. Siendo él el mayor de todos, sentía la responsabilidad de salvarlos.
La cabeza de Elena echaba chispas buscando una solución. Ella había hablado poco hasta ese momento, pero no se había perdido ni una sola palabra de las que había dicho aquel hombre, por eso sabía ella que no conocía el terreno, cosa que ellos podían aprovechar; ya que ellos habían dado muchas vueltas para encontrar la salida.
A Ana se le ocurrió coger una piedra y estamparla en la cabeza del ladrón; atontado del golpe, ellos podían echar a correr y esconderse.
Queralt miraba los arbustos, para ver detrás de cual de ellos podrían esconderse para despistar al hombre.
La cabeza de Irene era un torbellino veloz buscando una buena idea.
Víctor ya ni se atrevía a pensar. Porque sus palabras eran precisamente las que les habían metido en un buen lío. Ahora repasaba la situación, y lo que menos le importaba era el peligro. Mantenía la esperanza que ninguno se hubiese dado cuenta que era todo culpa suya.
El ladrón estaba delante de ellos, pero un poco a la izquierda había una roca considerable, con la cual, si tropezaba, les daría lugar a correr y a esconderse. Luego había una cosa muy buena que el hombre desconocía: Álvaro llevaba en el bolsillo del anorac, una cuerda que llevaba siempre cuando iba de colonias. Lo hacía desde que una vez vio en una película, que gracias a una cuerda un chico había salvado a sus amigos de unos terribles delincuentes.
Con disimulo fue sacando la cuerda, de manera que no hiciera ruido. Confiaba que el hombre ya no tuviera tan buena vista como él; que no se diera cuenta de la piedra, y desde luego que no advirtiera que la cuerda estaba ya casi fuera de su bolsillo. Miró a todos los del grupo y les hizo un leve gesto, con el que quería decirles que echarán a correr. tenía la esperanza que el hombre no advirtiera sus intenciones. Álvaro se puso en pie bruscamente y, como si un muelle los impulsara a todos, se pusieron derechos a la vez.
-¡No tan de prisa!, ¿donde creéis que vais?
Continuará

María

2 comentarios:

Mary dijo...

Madre mia en el lio que se han metido, espero saber pronto más de esta historia...

Un beso.

Sol dijo...

vaya aventureros más simpáticos, estoy impaciente a ver que les pasa a esta pandilla de valientes.
Abrazos.
Sol