Balneario de Solares.
dormirenbalnearios.com
UN DÍA
DIFERENTE.
Es la tercera
vez que paso unos días de asueto en el norte de España. Esta vez estoy en la
pequeña localidad de Solares, en Cantabria. Un lugar donde el ambiente fresco
te acompaña y el césped húmedo campa por doquier. Se extiende como un gran
manto verde que se adueña del fértil terreno. La mayoría de días, ya por la
tarde, las nubes nos brindan gotas dispersas, aunque de buen tamaño, que no nos
permite salir sin el compañero obligado.
El paraguas.
A mis treinta
y cuatro años, llevo ya dos de separada y he llegado a este lugar maravilloso
con mi hijo de tres. Mirando por la pequeña ventana de la casa de madera, el
césped parece rabiosamente verde. El día nítido y claro ¿Qué hacer para disfrutar
al completo de un día así?
Estoy pensando en dejarme caer sobre la hierba que está
que deslumbra, como ya he hecho otras veces. Con los auriculares colocados, y
pasarme la mañana oyendo cualquiera de mis músicas preferidas. O seguir con aquel
libro, que, aunque interesante, espera en el banco de la paciencia a que me
digne tomarlo en mis manos y seguir con su lectura. A pesar de que esto me atrae,
hacerlo significa pasar el rato sola, y esto ya no me apetece tanto. Me siento
activa, con ganas de comunicarme ¿Qué puedo hacer?
Miro a las
otras dos casas contiguas a la mía. A sus patios alineados y con amplias mesas.
Comienzan a salir mis vecinos. Sus caras aún soñolientas parecen denotar
aburrimiento. Me pregunto, ¿es así, o es lo que quiero ver?
Ya no hay
vuelta atrás. He llamado a las puertas y me he presentado. Les he propuesto
unir los patios y montar una fiesta familiar. Les ha parecido genial. ¡Es gente
enrollada y simpática! Nos hemos puesto manos a la obra. En un pis-pas se han retirado
los separadores de plástico que hacen de demarcadores de los patios. Agrupados
al igual que las viviendas de tres en tres. Las mesas espaciosas, las hemos
juntado, y han quedado dos corredores ideales para los juegos. Se ha jugado “al
pañuelo”, grandes y chicos, en una modalidad nueva, en la que quien lo sujeta
en el aire sale tras el que corre con él. Una especie de toca y para
divertidísimo, donde muchos de nosotros hemos acabado rodando por el césped. Después
de una suculenta paella, en la que todos los niños han participado arrojando
puñados de arroz al recipiente hirviendo, desde una prudente distancia, se
entiende. Algunos lo han hecho, los más grandes, como un lanzamiento a modo de
canasta, después de lavarse con minucioso cuidado. —Yo no soy mucho del dicho,
“lo que no mata engorda”.
A los niños,
que no paran de llamar la atención, los mantenemos ocupados a la hora del café,
con “la búsqueda del tesoro”. Ha sido un momento entrañable de relax y
confidencias, de risas fáciles de los mayores. Las miradas de Sergio no me
pasan desapercibidas, tan persistentes, tan profundas, que hacen que me remueva
inquieta en el asiento. Lo observo por el rabillo del ojo. No me quita la vista
de encima. Quiero corresponder a su cálida mirada, pero difícil lo encuentro si
cada vez que le dirijo la mía, él retira la suya.
La copa sigue al café. En tan grata compañía
me decido por un Burbon con hielo. Al dármelo he sentido el roce de sus dedos.
Ha sido una sensación casi electrificante. Tengo que aceptar que me gusta, y
que ambos hemos superado la fase de no poder mantener la mirada. Él también es
separado y tiene un niño de la edad del mío.
La tarde se anima entre comentarios y
disertaciones. Suena la música. Alguien ha introducido una pieza bailable en un
equipo. Sergio me pide bailar y yo he aceptado encantada. Noto en mi mano
apoyada en su pecho el latido de su corazón y eso acelera el mío, y cómo mi
cuerpo se estremece y responde al calor de sus manos. Todo se ha quedado en
silencio. Solo la música se oye a pesar de sentirse muy queda. Han bajado la luz
hasta un tono ambiente de una tonalidad rojiza, que invita a soñar. En el cielo
millones de estrellas tintinean, engarzadas como collares en la Vía Láctea. No
recuerdo que jamás hubiera visto tantas juntas.
Los niños
agotados duermen sobre el césped. Van a ser las doce y yo me siento Cenicienta.
Una cenicienta que ya hace rato ha perdido los zapatos, y me temo que, de
continuar todo el tiempo en los brazos de Sergio, voy a perder también la cabeza.
Nos hemos
tumbado en la hierba sin prisas por ir a dormir, entregados en contar
estrellas.
Auri.
1 comentario:
Qué ganas me dan de ir a Solares después de leer el relato.
Muy bonito Auri
felicidades por tu buen trabajo.
Publicar un comentario