UNA SILLA BAJITA
Bajando cuatro escalones
encontramos un comedor, a la derecha, la entrada a dormitorios y en medio una
alacena pintada de verde. Al fondo, una mesa y algunas sillas. A la izquierda,
otra puerta da acceso a la cocina multiusos: cálida y acogedora que ostenta
todo el calor y el afecto, la amistad y la complicidad.
Entrando a mano derecha
encontramos la habitación de mi hermano Casimiro, a escasos metros se sitúa una
despensa, un espacio algo reducido, pero que alberga con dignidad ollas, sartenes
y toda suerte de utensilios. A la izquierda, unas cantareras que acogen cuatro
cántaros de barro y enfrente, según se entra a la cocina, la reina del recinto,
una chimenea que chisporrotea y con lenguas de fuego nos habla y nos acaricia
en su calidez desprendiendo armonía. Arriba en el techo, simplemente una
bombilla, pero que facilita en la noche que las palabras escapen de un libro,
cobren vida y bailen serpenteando al ritmo de las chispas que emiten las
brasas.
En el centro, una mesa
camilla, y sentados ante el brasero, príncipe heredero de las ascuas de la
reina, se sientan en sillas de enea: mi primo Casimiro, Tito, también familiar
cercano, mi padre y mi madre, que lee con fluidez una novela titulada, “Don
Juan Tenorio”.
En un rincón, una única
silla bajita se disputa el cariño de mi hermano y el mío. Él tiene cuatro años
más que yo y pretende educarme llevando siempre la razón. La mayor parte de los
conflictos vienen siempre por la silla, ya que quien llega el segundo se queda
de pie.
Yo tengo por costumbre
moverme mucho, y aún sin querer meto ruido, con lo cual me gano las broncas de
todos, ya que los mayores quieren estar rodeados de silencio, para sumergirse
de lleno en las historias que bailan al resplandor rojizo y cálido de la
chimenea.
Aquel día, sin embargo,
yo estoy seria y ni siquiera me he interesado por la silla.
Mi hermano, en cambio,
se acomoda en el asiento y mira con cara de triunfo.
Van pasando los minutos
y tanta calma perece extraña. Mi hermano se percata que algo grave me pasa y
compadecido dice.
“Anda, siéntate un poco
en la silla”
“Da lo mismo, estoy
bien”.
Pero él me conoce y sabe
que lo que digo no lo siento.
Los mayores están
enfrascados en no sé qué de un balcón y de una Doña Inés. Mi hermano se acerca
a mi oído y dice:
“A ti te pasa algo”.
Muevo la cabeza negativamente y con pesar. “Tengo un dilema, hay algo en mi
cabeza que no me deja tranquila, quisiera contarlo, pero por otro lado,
quisiera guardad el secreto en un baúl pequeño, cerrarlo con llave y no
rescatar nunca el recuerdo. No sé qué cara debo tener, pero él presiente algo
muy gordo y no está dispuesto a perderse el misterio. Me coge de la mano y tira
de mí hasta su habitación. Mientras, los otros disfrutan indiferentes
entregados al relato.
“Venga, cuéntame que te
pasa”, dice mi hermano sentándome sin miramientos en la cama.
“Si no es nada”
“Venga ya, no te hagas
la tonta…, si no me lo cuentas, no tendrás la silla en toda tu vida.
Respiro hondo y siento
el deseo de liberarme.
“Sabes, ayer con la
Loli, La M. Jesús y la Anilla cazamos un mochuelo, le retorcimos el cuello, y
luego hicimos una matanza como si fuera un cerdo”
Él me mira pensativo y
al final, como si me perdonara la vida, dice “¿Eso es todo?, eso no es tan
grave”.
“Pero es que hay otra
cosa”.
“Pues suéltalo ya”.
“Es una rana, bueno, no
sé si rana o sapo…”
“¿Y qué?
“Que le metimos un palo
por la boca y le salió por el culo”
“Bueno, ¿pero quién lo
hizo?
“Fui yo”
Él pensó unos minutos,
para luego decir: “Pensaba que era algo más gordo, atontá, ellos ni se habrán enterado”.
“¿De verdad crees que no
es tan grave?”
Cosas como esa pasan
todos los días y la gente no le da vueltas”.
Mi conciencia se siente
aliviada de ese peso, y en cuestión de segundos recobro las ganas de vivir.
Miramos entonces los dos a la vez la silla, y como empujados por un resorte,
corremos hacia el asiento, tropezando y haciendo el ruido tan familiar y
cotidiano.
Y todos dicen: “¿Ya
estáis otra vez?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario