Moraleda de Zafayona
EL ENCUENTRO DE LOS NARANJO FUE UN ACIERTO. TODOS PUDIMOS DISFRUTAR DE ESE CALOR QUE DA EL AFECTO. PUDIMOS REENCONTRARNOS Y PASAR UNAS HORAS INOLVIDABLES. YO ME ATREVO A DECIR QUE FUE PERFECTO. NO ME CANSO DE DECIR OTRA VEZ... GRACIAS.
-María, tráeme un ascua para encender el
cigarro. Esas palabras siguen en mi mente a pesar del tiempo que ha
transcurrido. Los recuerdos son caprichosos y se quedan contigo a su capricho.
Su figura permanece imperturbable.
Su nombre es Casimiro, un hombre bueno. Yo
lo recuerdo viejito, sentado al sol en su silla de enea, con su fiel compañero
el cigarro en la boca. Cuando pienso en él, siento como una caricia que me
envuelve. Eso debe ser cariño, más o menos.
ÉL llegó a Moraleda muy joven, emprendedor
y dinámico. No tardó en comprar tierras, consiguió una cuadra de caballos, un
molino de esparto y cultivando las tierras progreso. Un día conoció a
Angustias, una joven que lo enamoró. También ella sintió aquella atracción, y
sin dilatar demasiado el noviazgo se casaron. (Una pena no haberla conocido, ya
que todos cuentan que era una mujer bondadosa que ayudaba de alguna manera a
todos los que fuera posible. Pero se fue joven y yo era muy pequeña). Era un
pueblo acogedor y sus gentes le demostraban afecto.
A su primer hijo le llamaron Manuel, que
pasando los años les rompería el corazón.
No tengo demasiado claro quién de los
otros hijos ocuparon los puestos siguientes, pero lo expondré tal y como yo lo
entiendo. El segundo hijo se llamó Casimiro, igual que su padre, Luego llegó
Frasquito, un hombre que tenía la bondad dibujada en su cara y en sus acciones.
Le siguió Ana y después Dolores. Todavía
llegarían dos más, Antonio, del que presumo es mi padre y Pepe, el más pequeño.
Era una familia muy bien avenida, siempre imperó el respeto y afecto entre
hermanos.
Se hicieron grandes y mis abuelos viejos,
como manda la ley de la vida. Mi abuelo le proporcionó a cada uno de ellos una
vivienda para que fundaran su propia familia.
Casimiro se casó con Encarna, una buena
mujer de un pueblo cercano. Tuvieron cuatro hijos: el mayor, Casimiro, la saga
continuaba. Al segundo le llamaron Cristóbal, luego llegaría Pepe, que hizo la
mili en Canarias y ya se quedó allí a vivir, ya que conoció a una chica
esplendida con un corazón de oro. La última fue una niña, M. Angustias, una
persona llena de bondad.
Frasquito, como siempre le llamamos se
casó con Laura, todo un carácter que a mí me hacía mucha gracia. Tuvieron cinco
hijos. No quisiera equivocarme del puesto que ocupa cada uno: el primero se llamaba
Rafael, Casimiro y Manolo. Luego llegaron dos chicas, Paquita y Ana.
Creo que después llegaron, primero
Dolores, que por casualidades de la vida, se casó con Juan, (porque antes se
casaba todo el mundo), con un hijo de mi abuela materna, y así se cerraba un
círculo familiar. Primero tuvieron una hija, M. Angustias y siguió un chico,
Juan, que ahí vamos conservando los nombres para que no se pierdan. Entonces
nació Ana, en el ecuador familiar que reclamaba su puesto. Porque después llegaría
Manolo, para recordar al tío desafortunado. Pero quedaba la última. Pilar, que
esta escapó de la tradición. A lo mejor nació el día del Pilar.
Ana se casó con un primo segundo y se
fueron a vivir a Sevilla. Venían al pueblo con frecuencia, y se reunían todos
los hermanos y hablaban de las propiedades que habían heredado de sus padres ya
fallecidos. Mis primas y yo, nos poníamos detrás de la puerta, (aunque eso esté
feo) a escuchar lo que la tía Ana decía con tanto ímpetu y nos hacía mucha
gracia. También a los hermanos debía de hacerle gracia y no le replicaban.
Ahora llega el turno, por lo que yo estoy
aquí. Antonio, mi padre, se casó con Encarna, un gran carácter: A su primer
hijo lo llamaron Casimiro, y poco a poco, nos ganábamos el apodo en el pueblo
de los Casimiros. Después me tocó a mí, que me libré a medias por los pelos de
la tradición, y el nombre de Angustias me pasó rozando. Entonces me pusieron el
nombre de mi abuela materna, y a quien llegó el último cuando ya no lo
esperaban fue el tercero: Pedro, que le llegó del padre de mi madre, que murió
muy joven dejando a mi abuela con seis hijos pequeños. Tengo que decir porque
me sale del alma, que era una abuela maravillosa.
Luego llegaría el hijo más pequeño, Pepe,
que al ser el más joven no le llamábamos tío, si no por el nombre de pila. Se
casó con Anita y tuvieron dos hijas: Ana y M. Angustias, ella no se escapó.
Pepe, era una persona con muchas inquietudes, hizo un curso por correspondencia
para reparar aparatos de radio, aunque también los fabricaba, Se ensimismaba tanto en
aquel trabajo que debía gustarle mucho, tanto, que hasta se olvidaba de comer.
En el monte mi padre y él sembraban a medias, y cuando llegaban por la tarde con la cosecha,
mi prima y yo, a la que siempre le llamamos nuestra niña, repartíamos la cosecha,
un pimiento para ti, un tomate para mí. Si la Ana era la niña grande, la M.
Angustias era la niña chica.
Son muchos los recuerdos que permanecen en
el baúl, muchos para poder nombrarlos y no quisiera aburriros.
Pero hay una cosa que imagino echaréis de menos. No me he olvidado, no, os he hablado de tres generaciones, y
pensaréis, pero la tercera generación se ha multiplicado. Ciertamente se ha
multiplicado, Pero he tenido dos razones para no traerlas hoy aquí. Una sería
por no cansaros, pero la que más me ha pesado es, que incluso en esta
generación, a pesar de la juventud, algunos como bien sabéis nos han dejado.
También nos han dejado de la tercera. Pero hoy es un día festivo, un encuentro
de esos que nunca se olvidan, bonito y entrañable, y esto es una fiesta. De
todas formas, tener en cuenta, que todos, de una edad u otra, están aquí y
ahora, porque están dentro de nuestro corazón.
A todos os doy las gracias por este día
entrañable. Y sobre todo a la anfitriona, a nuestra querida Pepa, MIL GRACIAS.
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